9 nov 2015

Jornada con un inocente, de Agustín Mañero

Tras un largo periodo transcurrido desde la última publicación, Agustín Mañero ha tenido la sensibilidad y delicadeza de reestablecer la comunicación conmigo y con este blog. Me es muy grato anunciar que retomamos donde lo habiamos dejado... dicebamus hesterna die que diría Fray Luis de León, para seguir publicando sus escritos en este blog junto con otras cosas que vaya encontrando.

Os dejo este relato que tan bien presenta el propio autor, ¡que lo disfrutéis como lo he hecho yo!


Autor: Agustín Mañero




Este relato, escrito al poco tiempo de su fallecimiento y basado en la novela “Los Santos Inocentes” de Miguel Delibes, pretende ser un homenaje al extraordinario escritor con el que, al parecer, me podrían haber unido otras aficiones además de la literaria. La caza, por ejemplo. El disfrute de la amanecida campera, el bravo vuelo de la perdiz, la simpática huida del gazapo hacia su madriguera, el descanso durante el almuerzo, oliendo a jara y tomillo…
Vaya por delante mi admiración por don Miguel Delibes, conocedor como pocos de la lengua española, idioma que sabe utilizar con precisión y acierto, pero a la vez, con entretenida y didáctica redacción.


JORNADA CON UN INOCENTE


         ¡¡¡Pam!!!
         —¡Va de ala, Azarías!  ¡A tu derecha! ¡Pon el perro sobre la pista!
         —¡Ya, ya voy, don Miguel! —y el hombre, por darle gusto al señorito, lleva a “Manchas” —Epagneul Bretón— hasta el rastro. Piensa que a él no le hubiese hecho falta perro alguno para cobrar esa perdiz que se oculta tras un torvisco, pero…

         Miguel no está lo que se dice contento, si por contento se entiende el que te salgan las cosas medio bien o que los problemas no se acumulen y enreden en determinados asuntos. Porque… ¡hay que ver lo que le ha ocurrido!  Faltando una semana para la apertura de la veda general, Luciano se ha puesto enfermo con unas fiebres que, según dice, sacan el mercurio del termómetro. Emilio ha marchado al extranjero, a casa de su hija, y Casimiro Cerrillo —que habitualmente completa el cuarteto— ha tenido un accidente con el automóvil. Por fortuna leve, pero suficiente como para dañarle un tobillo. “Y… ahora, ¿con quién voy de mano a las perdices?”, se pregunta el cazador, el día antes de la apertura.
         —Si quieres, puedo decirle al Azarías que te acompañe. Ya sé que no es cazador y que si le diésemos una escopeta, con su atolondramiento, sería capaz de pegarle un tiro a don Manuel, el párroco, pero, sin ella, te escoltará y podrá acarrear el macuto con el almuerzo y la bota de vino. Además, a él no le baldará los lomos la mochila con los cartuchos y con las piezas que cobres —le ha ofrecido Casimiro.
         —Bueno…, si no hay otro remedio… —accede, derrotado, su amigo Miguel.
         Y de esa manera, se ve el señor Delibes con el compañero más pintoresco que, para la caza, hubiese podido imaginar. Es el Azarías un empleado en la granja del amigo Cerrillo, y en su cometido se incluyen cuantas labores imaginables puedan desarrollarse en la ranchería que flanquea la estancia. Nacido y criado en ella, posee —al decir de las gentes— unas cualidades sobresalientes en lo que a la naturaleza y al campo se refiere; un instinto casi, casi, animal. Con esa excepción, parece que a la hora del reparto, la fortuna no fue muy pródiga con él y es patente su ineficacia. Sin embargo, sus pocas luces intelectuales las suple con una entrega devota hacia su amo y un quehacer abnegado, continuo y servicial que podría llamarse servilismo. De aspecto pueblerino y rural —más que el chorizo, dicen las gentes capitalinas—, tocado con breve y grasienta boina capada y enfundando su breve pero recio cuerpo en pana raída por el uso, el hombre va gastando su vida.  Su cara enseña unas encías que, antaño, alojaron algunos dientes y, enmarcados en la renegrida faz, sus ojos, pequeños y juntos que se adornan con alguna pertinaz legaña, ahora esperan la correspondiente orden del señorito al que acompaña y que observa cómo él, el Azarías, cuelga la cobrada perdiz en la percha.   
—Vamos por esta trocha —es el mandato y por ella se llegan hasta el cercano teso.  El Azarías camina al borde de la planicie, un poco adelantado; don Miguel a media ladera para tener la oportunidad de tirar a las patirrojas que pueda encaminarle su acompañante.
         ¡¡¡Pam!!!  ¡¡¡Pam!!!  El doblete es de mérito. La primera —tiro de cola—, apenas ha sido tapada por el punto de mira durante el vuelo. La segunda, un macho viejo, sesgada y catapultada ladera abajo como un meteorito, es parada en seco por los perdigones nº 6 de don Miguel. Este lance ha sido propiciado por “Tula”, la Perdiguera de Burgos que ha aguantado una larga y espectacular muestra a la pareja de perdices. Se ha lucido en ese lance y, posteriormente, en el cobro. El animal tiene unos vientos tan finos como los del mejor Pointer o Braco y es capaz de realizar una muestra tan firme y sostenida como pueda hacerlo el más renombrado Setter Inglés.  Miguel, orgulloso, la acaricia. Tras el cuelgue de los dos trofeos y a un gesto del  cazador, el Azarías se encamina hacia un próximo canchal. En un aparte, éste se aproxima al señorito y “soto voce”, con la palma ahuecada haciendo de bocina conductora, susurra muy quedo al oído de don Miguel: «el aire huele a caza».  “Pero bueno…: ¿Será posible que este hombre pueda oler la caza? ¡Eso sólo ocurre con algunos animales!” murmura el señor Delibes que ya no sabe qué pensar con respecto a su eventual acompañante.
         Tras un bandito que se levanta fuera de tiro, del canchal salta un lebratón hacia el pardo-rojizo de una jara y, en ese breve espacio, tropieza con la perdigonada que lo acierta de lleno. El secretario carga su carga.  
         —Vamos a tomar el taco, Azarías; llevamos pateando algún tiempo y es conveniente descansar un rato —masculla don Miguel. Obedece su ayudante y sentados en dos canchos, con las espaldas apoyadas en un alcornoque mocho, van dando cuenta de la pitanza.
         —¿Y…qué tal por la granja, Azarías? Me han dicho que tocas todos los oficios; ¿es verdad?
         —Está mal que yo lo diga, pero así es, don Miguel; ¿qué otra cosa he de hacer? Lo mismo abrevo el ganado que limpio la cochiquera; meto el heno en la tenada o cambio la paja del corral. También doy de comer a las gallinas,  baldeo su aseladero y…  Poco, poco tiempo libre me queda; si alguno tengo, suelo emplearlo para ir a lo de mi hermana, la Régula; vive lejos ¿sabe usted?    
—Oye, Azarías: me han dicho que puedes distinguir los más sutiles efluvios en el monte, oler de lejos a los animales y no sé cuántas cosas más; ¿es eso cierto?
—Sí, señorito, pero el que de verdad ventea el aire, es mi cuñado Paco, el Bajo. Ése es capaz de saber cuando se acerca una cabalgadura a más de cien metros de distancia, aunque él no parla con los pájaros, como yo.
—¿Con los pájaros, dices? ¿Qué tú hablas con los pájaros? No lo puedo creer.
—Que sí, don Miguel; se lo aseguro. Tuve una hembra —Gran Duque le decían— que ya murió, pero con ella hablaba y me entendía. ¡Milana, milana bonita!, solía llamarla. También suelo comunicarme con el cárabo mientras corro el bosque: buhú, buhú, aunque éste se muestra huraño y no quiere que le rasque la frente como a la milana. ¡Se lo digo yo! Además…
Miguel asiste perplejo a la exposición de las habilidades de su accidental compañero y a los detalles que éste le va proporcionando. En una pausa de su reveladora charla, el Azarías se percata del silencio del señorito y poco acostumbrado a tener un auditorio respetuoso, enmudece.
Terminado el refrigerio y el unilateral parloteo, el cazador, su ayudante y los dos perros, prosiguen su faena.
Dos horas después, han aumentado en cinco el número de pájaros que el Azarías cuelga de la percha; luego, a comer. Retrepados contra la medianera pedregosa de dos fincas, a la sombra de un almácigo tupido y mientras dan cuenta del frugal refrigerio, don Miguel —con hábiles preguntas que no lo parecen, proferidas con la espaciada lentitud del desinterés—, se va enterando de más detalles de la vida del Azarías. Éste, a trompicones, le informa sobre la existencia de su sobrina, la Niña Chica, de la grajilla que le regaló su sobrino, el Rogelio, a la que también llamaba milana bonita sin distinguir entre a la humilde córvida y el pretérito y soberbio búho real que originó el apelativo. Menciona al señorito Iván —amo de Paco, el Bajo, a quien Isaías se ha propuesto  ahorcar por atizarle una perdigonada a su última milana bonita—, a su sobrina Nieves que ha empollinado de repente, sin cumplir los quince, y a don Pedro, el Périto, y a doña Purita, su mujer, que le engaña con el señorito Iván y a toda la caterva de personajes que, de un modo u otro, han tenido y tienen que ver en la vida de aquel hombre inocente.
Y hasta finalizar esa jornada cinegética, don Miguel Delibes será acompañado por el pintoresco y voluntarioso personaje que, con perenne sonrisa y resignado gesto, porta la pesada carga de la mochila igual que en su vida sobrelleva la carga social que le ha tocado en suerte.  Imperturbable.
Ése día y por medio del hábil interrogatorio, el señor Delibes obtiene el material necesario para que, una vez retocado con su maestría literaria, le sirva como argumento para el libro: «Los Santos Inocentes»

 Agustín Mañero
26 de marzo de 2010  


torvisco. (Del lat. turbiscus). m. Mata de la familia de las Timeleáceas, como de un metro de altura, ramosa, con hojas persistentes, lineares, lampiñas y correosas, flores blanquecinas en racimillos terminales, y por fruto una baya redonda, verdosa primero y después roja. La corteza sirve para cauterios.

trocha. (Quizá del celta *trōgium). f. Vereda o camino angosto y excusado, o que sirve de atajo para ir a una parte. || 2. Camino abierto en la maleza. || 3. Arg., Bol., Par. y Ur. Ancho de las vías férreas.

teso, sa. (Del lat. tensus, part. de tendĕre, estirar). adj. tieso. || 2. m. Colina baja que tiene alguna extensión llana en la cima. || 3. Pequeña salida en una superficie lisa. || 4. coloq. Áv. Cada una de las divisiones del rodeo en las ferias. || 5. Tol. Sitio en que se efectúa la feria de ganados. □ V. lima ~.

jara. (Del ár. hisp. šá‘ra, y este del ár. clás. ša‘rā', tierra llena de vegetación). f. Arbusto siempre verde, de la familia de las Cistáceas, con ramas de color pardo rojizo, de uno a dos metros de altura, hojas muy viscosas, opuestas, sentadas, estrechas, lanceoladas, de haz lampiña de color verde oscuro, y envés velloso, algo blanquecino; flores grandes, pedunculadas, de corola blanca, frecuentemente con una mancha rojiza en la base de cada uno de los cinco pétalos, y fruto capsular, globoso, con diez divisiones, donde están las semillas. Es abundantísima en los montes del centro y mediodía de España


cancho. (De or. inc.). m. Peñasco grande. || 2. canchal (ǁ peñascal). U. m. en pl. || 3. rur. y vulg. Sal. Borde, canto o grueso de un objeto. || 4. rur. y vulg. Sal. Casco de la cebolla. || 5. rur. y vulg. Sal. Parte carnosa del pimiento.

aselar. (De sel). intr. Dicho de las gallinas o de otros animales: Acomodarse para dormir, normalmente en un lugar alto. U. t. c. prnl.

almácigo1. (De almáciga1). m. lentisco. || 2. Árbol de la isla de Cuba, de la familia de las Burseráceas, que llega hasta ocho metros de altura. Tiene el tallo cubierto de una telilla fina y transparente que le da un brillo cobrizo; su fruto sirve de alimento a los cerdos; sus hojas, de pasto a las cabras, y su resina se emplea para curar los resfriados, y también como remedio vulnerario y diaforético.

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